13 dic 2012

¿Tenían ombligo Adán y Eva? / Martin Gardner

Antiguo acertijo infantil.
¿Qué es lo que Adán y Eva nunca tuvieron, y sin embargo dieron dos a cada uno de sus hijos? RESPUESTA: Padres.



Si alguna vez se encuentra usted en compañía de un fundamentalista, puede provocar una divertida argumentación planteándole una sencilla pregunta: ¿tenían ombligos Adán y Eva? Para los que creen que la Biblia es históricamente exacta, ésta no es una pregunta trivial. Si Adán y Eva no tenían ombligo, no eran seres humanos perfectos. Pero si los tenían, entonces los ombligos implicarían un nacimiento con parto que ellos jamás experimentaron. 
Bruce Felton y Mark Fowler son los autores de The Best, Worst and Most Unusual (Galahad Books, 1994). En este interesante libro de referencia, dedican varios párrafos (pp. 146-147) a lo que ellos llaman «la peor disputa teológica». Para ellos, se trata del virulento debate que viene durando desde que se escribió el libro del Génesis y que versa sobre si la primera pareja humana tenía lo que sir Thomas Browne describía en 1646 como «esa tortuosidad o complicada nudosidad que solemos llamar el Ombligo». 

La opinión de Browne era que Adán y Eva, puesto que no tenían padres, debían poseer unos abdómenes perfectamente lisos. 
En 1752, según Felton y Fowler, se publicó en Alemania el tratado definitivo sobre el tema. Se titulaba Untersuchung der Frage: 

Ob unsere ersten Uraltem, Adam und Eve, ciñen Nabel gehabt. 

Tras discutir todos los aspectos de esta difícil cuestión, el autor, el doctor Christian Tobías Ephraim Reinhard, llegaba por fin a la conclusión de que la famosa pareja carecía de ombligo. Tal como nos cuentan Felton y Fowler, en algunos cuadros pintados en la Edad Media y el Renacimiento, Adán y Eva exhiben ombligos; en otros, no. En la Capilla Sixtina, Miguel Ángel pintó a Adán siendo creado por el dedo de Dios, y la figura tiene ombligo. Casi todos los artistas de épocas posteriores siguieron el ejemplo de Miguel Ángel. En 1944, el antiguo enigma experimentó un hilarante resurgimiento en el Congreso de Estados Unidos. Un folleto de Asuntos Públicos titulado «The Races of Mankind» («Las razas humanas»), escrito por las antropólogas de la Universidad de Columbia Ruth Benedict y Gene Weltfish, llevaba unas ilustraciones muy graciosas de Ad Reinhardt. Tiempo después, Reinhardt se hizo famoso como expresionista abstracto, pintando lienzos completamente negros, azules o de otro color único. En uno de sus dibujos para el Folleto n.° 85 de Asuntos Públicos, Adán y Eva aparecían con sendos puntitos negros en el abdomen. 
Al congresista Cari T. Durham, de Carolina del Norte, y a su Comité de Asuntos Militares Nacionales, no les hizo ninguna gracia. Opinaban que la distribución del folleto gubernamental entre los soldados norteamericanos podía constituir un insulto para los que fueran fundamentalistas. Tal como explican Felton y Fowler, algunos cínicos sospecharon que lo que en realidad molestaba al congresista era una tabla que indicaba que los negros del Norte obtenían puntuaciones más altas que los blancos del Sur en las pruebas de inteligencia de la Fuerza Aérea. Yo sospecho que otro posible motivo para su oposición al folleto era que estaba convencido de que Weltfish era comunista, basándose en su negativa a declarar si era o no miembro del Partido Comunista. Años después, en 1953, Weltfish apareció mucho en la prensa por haber acusado a Estados Unidos de utilizar armas bacteriológicas en Corea. 

La antigua cuestión de los ombligos de Adán y Eva aparecía de manera destacada en uno de los libros más raros que jamás se han escrito. Dicho libro, escrito por un eminente científico que pretendía defender la exactitud del Génesis, se tituló Omphalos: An Attempt to Unite the Geological Knot («Onfalo: Un intento de atar el nudo geológico»), y se publicó en Inglaterra en 1857, dos años antes que El origen de las especies de Darwin. 

Omphalos es una palabra griega que significa «ombligo». Un bello mito de la antigüedad nos cuenta que Zeus, queriendo determinar el centro exacto de la Tierra —plana y circular—, hizo que dos águilas volaran a la misma velocidad desde los extremos de uno de los diámetros del círculo. Se encontraron en Delfos. Para señalar el punto, se colocó en el templo de Apolo en Delfos una pieza de mármol blanco, llamada la Piedra Onfalo, con un águila de oro a cada lado. La piedra aparecía representada con frecuencia en monedas y vasijas griegas, por lo general con forma de medio huevo. (Ver el detallado artículo de William P. Woodehouse «Omphalos», en la Enciclopedia de Religión y Ética de James Hastings.) El autor de Omphalos era el zoólogo británico Philip Henry Gosse (1810-1888), padre de sir William Edmund Gosse (18491928), célebre poeta y crítico inglés. Gosse padre era un fundamentalista de la secta Hermandad de Plymouth, y se daba cuenta de que los fósiles de animales y plantas indicaban la existencia de vida antes de los tiempos de Adán y Eva. Al mismo tiempo, estaba convencido de que todo el universo se había creado exactamente en seis días, aproximadamente cuatro mil años antes de Cristo. 
¿Existía algún modo de armonizar esta clara contradicción entre el Génesis y el registro fósil? A Gosse se le ocurrió lo que Jorge Luis Borges llamaría tiempo después una idea «de monstruosa elegancia». Si Dios había creado a Adán y Eva con ombligo, implicando un parto que jamás había tenido lugar, ¿no podía, con la misma facilidad, haber creado un registro de historia de la vida en la Tierra que jamás había existido, excepto en la Mente Divina? Gosse comprendió que no era una mera cuestión de ombligos. 

Adán y Eva tenían huesos, dientes, pelo, uñas y toda clase de órganos que contenían evidencias de un crecimiento anterior. Permítanme citar un pasaje de mi libro de 1952 Fads and Fallados in the Name of Science: 
Lo mismo ocurre con todas las plantas y animales. Tal como indica Gosse, los colmillos de un elefante revelan sus fases de crecimiento anteriores, el Nautilus añade cámaras a su concha, la tortuga añade láminas a sus placas, los árboles presentan los anillos anuales de crecimiento producidos por las variaciones estacionales. «Todo argumento —escribe Gosse— que permita al fisiólogo demostrar [...] que esta vaca fue antes un feto [...] se aplica exactamente con la misma fuerza para demostrar que la vaca recién creada fue un embrión años antes de la creación.» El autor desarrolla todo esto con abundantes detalles eruditos a lo largo de varios cientos de páginas, ilustradas con docenas de xilografías. 

En pocas palabras: si Dios creó la Tierra tal como se describe en la Biblia, debió crearla como una «empresa en funcionamiento». 

Una vez que se acepta esto como inevitable, no hay dificultad para ampliar el concepto para que incluya la historia geológica de la Tierra. La evidencia de la lenta erosión de la tierra por los nos, el plegamiento e inclinación de los estratos, las montañas calizas formadas por acumulación de restos de organismos marinos, la lava que fluyó de volcanes extinguidos hace mucho tiempo, las impresiones dejadas por los glaciares en la roca, las pisadas de animales prehistóricos, las marcas de dientes en huesos enterrados, y los millones de fósiles esparcidos por todo el planeta... todas esas cosas y otras muchas más dan testimonio de acontecimientos geológicos del pasado que en realidad nunca ocurrieron. 
«Se puede objetar —escribe Gosse— que suponer que el mundo se creó con esqueletos fósiles en su corteza —esqueletos de animales que en realidad nunca existieron— es acusar al Creador de haber dado forma a objetos cuyo único propósito era engañarnos. 

La respuesta es obvia. ¿Acaso los círculos concéntricos de un árbol creado se formaron sólo para engañar? ¿Las líneas de crecimiento de una concha creada sólo pretendían engañar? ¿El ombligo del Hombre creado tenía como único propósito engañarle para que creyera que había tenido padres?» Tan decidido está Gosse a abarcar todos los aspectos de la cuestión que incluso discute el hallazgo de coprolitos, o excrementos fósiles. Hasta ahora, escribe, «esto se ha considerado como una prueba más que convincente de la preexistencia». Sin embargo, añade, no ofrece más dificultad que la existencia indudable de materiales de desecho en los intestinos del recién creado Adán. La sangre debe haber fluido por sus arterias, y la sangre presupone quilo y quimo, que a su vez presuponen un residuo indigerible en los intestinos. «A primera vista, puede parecer ridículo... —confiesa— pero la verdad es la verdad.» La argumentación de Gosse es, a decir verdad, impecable. No es preciso renunciar a una sola de las verdades de la geología y, aun así, la armonía con el Génesis es completa. Tal como indica Gosse, podemos incluso suponer que Dios creó el mundo hace tan sólo unos minutos, con todas sus ciudades y registros, y con recuerdos en las mentes de las personas, y no existe una manera lógica de refutar esto como una teoría posible. 
No obstante, Omphalos no fue bien acogido. «Nunca un libro se lanzó al mundo con más expectativas de éxito que este curioso, este obstinado, este fanático volumen», escribió Gosse hijo en su libro Father and Son*. «Se lo ofreció por igual, con un gesto magnánimo, a los ateos y a los cristianos. [...] Pero, por desgracia, tanto los ateos como los cristianos lo miraron, se echaron a reír y lo tiraron [...] incluso Charles Kingsley, de quien mi padre había esperado la apreciación más instantánea, escribió que "no podía creer que Dios hubiera escrito en las rocas una enorme y superflua mentira". [...] Unas tinieblas frías y lúgubres se abatieron sobre nuestras tazas de té matutino.» Tal como indica Haroíd Morowitz en su artículo «Naveis of Edén» («Ombligos del Edén»), publicado en Science 82 (marzo de 1982), Philip Gosse era amigo de Thomas Huxley y fue aceptado en la Royal Society por sus trabajos sobre los rotíferos. Había conocido a Charles Darwin, y durante muchos años intercambió con él cartas amistosas en las que hablaban de cuestiones referentes a plantas y animales. «No hay ni una sola palabra sobre evolución ni sobre creación —escribe Morowitz— ni sobre la enorme brecha ideológica que separaba a los dos grandes naturalistas. Las cartas son pintorescas, educadas y muy británicas.» Uno de los poemas más conocidos de Edmund Gosse, «Bailad of Dead Cities» («Balada de las ciudades muertas»), termina con la siguiente estrofa: 

DESPEDIDA. 

Príncipe, con un doloroso e incesante toque a muerto, 
por encima de sus malgastados afanes y crímenes, 
las aguas del olvido se hinchan. 
¿Dónde están las ciudades de la antigüedad? 

Gosse podría haber escrito un poema acerca del modo en que las aguas del olvido disuelven, con mayor rapidez aún, obras disparatadas como la que escribió su padre para intentar explicar el registro fósil. 

Yo suponía que ningún creacionista actual podría tomarse en serio el Omphalos. ¡Pues me equivocaba! El 22 de marzo de 1987, el Des Moines Sunday Register publicó una carta del lector John Patterson, en la que argumentaba que la existencia de una supenova de un millón de años de antigüedad contradecía la idea de que Dios creó todo el universo hacia el año 4000 a.C. En el número de abril, la revista publicaba la siguiente respuesta de una tal Donna Lowers: 

Con respecto a la carta de John Patterson [...] sobre la supernova como hecho científico bien documentado: ¡pues claro que sí! Sin embargo, él no puede demostrar la evolución excepto mediante pruebas circunstanciales, y los creacionistas no pueden demostrar la creación excepto mediante la palabra de Dios. 

Ser cristiano exige un importante elemento llamado fe. [...] Sí, creo que Dios creó el mundo en seis días. También creo que en un solo día creó árboles ya crecidos que contenían anillos que cualquier científico aseguraría que llevaban allí años. Creó depósitos de petróleo en las profundidades de la tierra, que la naturaleza tardaría millones de años en procesar. Colocó fósiles acuáticos tierra adentro, y creó explosiones de estrellas para que nos maravillaran en el siglo xx. [...] Aunque pocos creacionistas actuales aceptan la tesis del Omphalos, hay una parte del argumento de Gosse que los creyentes en la Tierra joven invocan para explicar por qué la velocidad de la luz parece demostrar la existencia de galaxias tan alejadas de la Tierra que su luz ha tardado millones de años en llegar hasta nosotros. Insisten en que Dios creó el universo con la luz de estas lejanas galaxias ya en camino. A Gosse le habría encantado este argumento, si hubiera sabido que existían las galaxias. De hecho, a mí mismo me gusta más que la conjetura alternativa: que en el pasado la luz viajaba a una velocidad millones de veces mayor que la actual. 

En cuanto al problema de los ombligos, los actuales creacionistas de la Tierra joven, que creen que Dios creó a Adán a partir del polvo de la tierra, y a Eva de una costilla de Adán, guardan un extraño silencio con respecto a los ombligos de la pareja. También callan en lo referente a otros aspectos de la vida que implican historias pasadas. Por ejemplo: si se hubieran cortado los troncos de los árboles del Paraíso Terrenal, ¿se habrían encontrado anillos de crecimiento? ¿Cómo responderían a estas preguntas Jerry Falweil y otros tele evangelistas? Muchos cristianos liberales, tanto católicos como protestantes, aceptan ya la evolución de los cuerpos de los primeros seres humanos. Sin embargo, tal como recalcó el actual Papa en su reciente declaración de que la evolución es una teoría legítima, hay que insistir en que Dios infundió almas inmortales en Adán y Eva, almas que sus antepasados antropoides no poseían. Esta es actualmente la opinión de casi todos los principales pensadores católicos. Se impone creer que los primeros humanos, ya fueran dos o más de dos, fueron criados y amamantados por madres que eran animales sin alma. Una vez escribí un relato sobre esta cuestión, titulado «Los horribles cuernos» —me refería a los cuernos de un problema—, que se puede encontrar en la colección The No-Sided Professor (Prometheus Books, 1987). 

Los ombligos han sido tema de muchos chistes viejos, así que me van a permitir terminar esta columna en un tono jocoso. Hay quien dice que la principal utilidad del ombligo es para colocar la sal cuando uno está tumbado en la cama comiendo apio. Sin embargo, para los aristócratas es imprescindible: nobleza ombliga. 



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